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La historia del NMOSD de Andrea – Una enfermedad en medio del Gaslighting

Posted by: The Sumaira Foundation in NMO, Patient, Voices of NMO

Mi nombre es Andrea, tengo 28 años y vivo con mås de un huésped incómodo en mi cuerpo.

Comencemos por el principio
 una introducciĂłn no tan breve sobre mĂ­. A lo largo de mi vida escolar siempre fui una niña y adolescente enĂ©rgica, proactiva y movida por el dinamismo. ÂżClases de baile? ÂĄClaro que sĂ­! ÂżConcursos de oratoria? ÂĄPor supuesto! ÂżEventos sociales? No me perdĂ­a ninguno.

Al comenzar la universidad, y despuĂ©s de visitar a mĂĄs de 20 especialistas en 7 años, me diagnosticaron Endometriosis, una enfermedad que provoca que el tejido endometrial crezca en partes fuera del Ăștero. Tras vivir con un dolor debilitante, me sometĂ­ a una cirugĂ­a y todo empezĂł a mejorar para mĂ­. Sin embargo, leĂ­ algo que me inquietó
 La mayorĂ­a de los pacientes con endometriosis tienen alguna anomalĂ­a de origen autoinmune a lo largo de su vida.

Con el paso de los años, esa idea resonaba en mi cabeza. Probablemente desarrollarĂ­a otra condiciĂłn autoinmune, o la endometriosis podrĂ­a ser el resultado de algo mĂĄs
 o tal vez no pasarĂ­a nada. No habĂ­a forma de saberlo; solo podĂ­a dejar mi destino en manos del universo y esperar lo mejor. Dicen que las enfermedades de este tipo casi siempre vienen acompañadas, y vaya que tenĂ­an razĂłn.

Avancemos a mis años universitarios y mi carrera profesional. Como estudiante de Derecho, mi vida prĂĄcticamente se resumĂ­a en movimiento: clases, trabajo en el despacho, mĂĄs clases, ejercicio, estudio, dormir
 un ciclo interminable.

Había días en los que estaba tan cansada que no podía levantarme durante días. Empecé a faltar a clases y al trabajo, y trataba de compensar en exceso para evitar consecuencias. Entre el cansancio, los dolores de cabeza y el entumecimiento en manos y piernas, mis jefes y compañeros comenzaron a cuestionarse si realmente estaba enferma o si simplemente eran excusas para no ir a la oficina. Lejos de preocuparme por estos síntomas de alerta, lo atribuía todo al estrés.

La culpa me consumía. ¿Realmente me sentía mal? ¿O era solo una excusa, como me repetían mis jefes? La indiferencia y falta de empatía en el trabajo comenzaron a afectarme. Empecé a tener dolencias relacionadas con el estrés: alopecia, dermatitis atópica, ataques de pånico. Era una batalla entre quien yo era y quien quería ser, porque físicamente me resultaba muy difícil equilibrar mis responsabilidades con mis padecimientos y seguir siendo excelente en el åmbito laboral. Encontré en el yoga una vía de escape y una forma de mantenerme lo mås saludable posible, y comencé a practicar con rigor, iniciando un viaje de autoconocimiento y paz. Una vez mås, hice del movimiento mi mejor aliado y decidí comenzar una certificación para dar clases de yoga.

Rodeada de empatía a medias y jefes que fingían interés y comprensión, decidí que la vida en un despacho no era para mí. Fue entonces cuando opté por explorar una carrera corporativa y encontré un lugar como abogada de contratos en una empresa multinacional.

Todo iba bien. Sentía que el estrés y sus estragos se alejaban de mi cuerpo y comencé a tener un poco mås de energía. Sin embargo, algo dentro de mí sabía que algo no estaba bien. Recuerdo que era martes. Me desperté con un hormigueo muy intenso en las manos y los brazos, difícil de ignorar. Como ya estaba acostumbrada al gaslighting de la mayoría de las personas a mi alrededor, lo dejé pasar. Una vez mås, lo atribuí al estrés y seguí con mi trabajo de 9 a 5 y luego mi clase de yoga.

Llegué a casa y me di cuenta de que el hormigueo seguía ahí. Hice una cita con mi internista porque algo me decía que había algo mås. En la consulta, el médico concluyó que había que descartar el estrés, ya que sabía que mi ritmo de vida era bastante acelerado. Estuve de acuerdo y viajé a Puerto Escondido para presentar mi examen final de certificación de yoga.

Mala idea. Cuando intenté moverme como lo hacía normalmente, noté que el hormigueo se extendió a mis piernas, y luego se convirtió en un dolor ardiente insoportable al tacto. No soportaba ni siquiera la ropa, y tuve que acortar mi viaje. Preocupado, el médico me recetó pregabalina y sugirió esperar un par de días mås antes de hacer estudios de imagen.

Recuerdo bien que la mañana siguiente fue insoportable. Sentía una sensación de ardor en todo el cuerpo, difícil de explicar. Levanté el teléfono, llamé a mi médico y le dije que lo vería en urgencias en el hospital.

Muchas cosas pasaron por mi mente en esas tres horas dentro de la mĂĄquina de resonancia magnĂ©tica: probablemente no es nada, es solo estrĂ©s, todos tienen razĂłn y esto es innecesario. Me convertĂ­ en vĂ­ctima de mi propia ansiedad y comencĂ© a invalidar mi dolor. Al salir, esperaba nada mĂĄs que un “puedes irte a casa” del mĂ©dico.”

Cuando llegué a urgencias y vi a mi mamå, sentí un gran alivio. Por primera vez en muchos años, sentí que no estaba sola y tomé su mano. Diez minutos después, el médico entró para evaluar mi fuerza y darme noticias. Después de examinarme, me dijo que ya sabía lo que tenía, pero que no podría salir del hospital hasta descubrir por qué.

Me giré para mirar a mi mamå y vi cómo sus ojos se llenaron de lågrimas. El médico explicó que tenía mielitis transversa (inflamación en la médula espinal) y que quería invitar a un colega neurólogo al caso. Por el momento, debía ponerme cómoda. Lo primero era reducir la inflamación en la médula espinal, y tenía que hacerse råpidamente porque los efectos podrían ser irreversibles.

Evitaron mencionar las posibilidades a toda costa, a pesar de nuestra insistencia, hasta que finalmente lo dijo: Esclerosis MĂșltiple.

Ese fue el inicio de un infierno que duraría 22 días, los mismos que pasé en el hospital. Entre inyecciones de cortisona, plasmaféresis, muchas pruebas, analgésicos y lågrimas, un ångel apareció en mi vida: el Dr. Eli Skromne, un especialista en Esclerosis. Llegó para darme una gran noticia.

No sabĂ­a cĂłmo reaccionar. Mis piernas ya no respondĂ­an como deberĂ­an, y el dolor no disminuĂ­a. SĂ­, estaba mejorando, pero no sabĂ­a quĂ© pasarĂ­a con mis piernas ni con mi amado movimiento. Sobre todo, no sabĂ­a si el diagnĂłstico definitivo era mejor o peor que la Esclerosis MĂșltiple. Eli y mis otros mĂ©dicos se encargaron de darme ĂĄnimos, y me prometĂ­ a mĂ­ misma que saldrĂ­a caminando (de la forma que fuera) del hospital.

Solo quedaba una cosa por hacer: adaptarme a las nuevas condiciones. La vida tal como la conocía daría un giro de 180 grados. El movimiento, mi mejor aliado en todo momento, había desaparecido. Sentía que mi libertad me había sido arrebatada de repente, y con ella, una parte de mí también se había ido. Quería hablar de esto con las personas a mi alrededor, incluso gritar al viento cómo me sentía, pero tenía miedo. Tenía miedo de que pensaran que estaba utilizando el victimismo para que empatizaran conmigo. Así que me dediqué a llevar mi duelo en silencio. Cuando mi mamå iba a descansar, aprovechaba para llorar y desahogar mi frustración. Ahí, en mi soledad, decidí que debía encontrarle un significado a este nuevo desafío que la vida estaba poniendo frente a mí.

Es un hecho que este nuevo huĂ©sped me ha llevado a un proceso muy duro de duelo y crecimiento. PerdĂ­ a muchos “amigos”, pero ganĂ© certeza y seguridad. PerdĂ­ el movimiento, pero ganĂ© resiliencia. PerdĂ­ la vida como la conocĂ­a, pero ganĂ© otra muy valiosa, y con ella, personas que llegaron a abrazar los pedazos de mĂ­. PerdĂ­ una parte de mi esencia, pero reorganicĂ© mis prioridades. Y asĂ­ es la vida.

-Andrea Flores BeltrĂĄn, Embajadora de TSF de MĂ©xico


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